Antiguamente las artes de sanación, la filosofía y la religión estaban íntimamente relacionadas. Lo podemos verificar en la medicina tailandesa ya desde sus orígenes, dado que las sesiones de masaje tenían lugar en el ámbito exclusivo de los templos. Esta es una clave esencial para comprender la trascendencia de la técnica desde lo físico hacia lo espiritual.
Aún hoy podemos ver abiertas las puertas del templo Wat Po en Bangkok, donde diariamente se realizan oraciones en homenaje a Buda y a Shivagokomarpaj (su médico personal y creador del sistema de medicina Tai) y al mismo tiempo se realizan sesiones de masaje para gente de todo el mundo. Pero uno no necesita convertirse al budismo para aprovechar esta maravillosa simbiosis, todo radica en la conciencia. Esto tiene que ver con la conexión al momento presente. Si a través de la técnica, la respiración y la conciencia logramos despejar todo pensamiento que no sea el aquí y ahora, el acto de efectuar el trabajo corporal da lugar a algo más profundo, con más significado, y con más posibilidades de sanación.
Pero hay un elemento más dentro de este contexto, lo podemos rastrear dentro del budismo, y es el concepto de “Metta”. Metta es el acto e intención de amor y compasión desinteresado, un verdadero altruismo en su forma más pura. ¿Y cómo ha de ensamblarse esta idea con la intención de dar un masaje? El practicante de masaje tailandés hace un silencioso homenaje al fundador de la técnica antes de cada sesión, presta una atención profunda al receptor, y aborda el tratamiento con la clara intención de ayudar, sanar, de involucrarse compasivamente en el momento del contacto. Esto lleva a sintonizarse con la experiencia del otro, este sentimiento que va más allá de uno mismo es el núcleo central de la compasión amorosa o “metta”.
Entonces, esta intención, acoplada al control respiratorio y la definición de un compás sincronizado con las presiones y estiramientos, transforman la sesión en una danza meditativa, que trae una completa sensación de paz al que lo recibe, así como una reducción sustancial del dolor. Finalmente, manteniendo una actitud meditativa, el terapeuta sigue su intuición, y se convierte en un instrumento de algo mucho más grande y elevado; así, a través del contacto y la conexión física, se llega a una expansión del corazón.